En su relato sobre La marsellesa en Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig nos recuerda: ‘A la larga, la energía innata de una obra no se puede ocultar ni desoír. Una obra de arte puede olvidarse con el tiempo, puede ser prohibida y rechazada, pero lo esencial acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero’. Efectivamente, siempre existen razones que nos ayudan a entender por qué pudo ser olvidada una obra: desde la censura política más ramplona, a motivos de orden estético y/o social. En el mundo de la ópera, desde hace décadas y gracias al interés de agentes culturales diversos (entre ellos algunos sellos discográficos de encomiable labor), se ha terminado imponiendo la ‘recuperación patrimonial’ como una de las tareas indefectibles para orquestas y teatros. Recuperaciones que comprometen importantes sumas de presupuesto y que, naturalmente, implican un margen de riesgo o error.
Pedrell no acierta a condensar la obra de Rojas en un texto operístico consistente (incluyendo falsos y risueños arcaísmos léxicos de invención propia) y su partitura, definitivamente, no impulsa un drama cuyo original podría resultar tan potente y atractivo. Así pues, quienes aguardábamos descubrir un Tristán ‘a la española’, contemporáneo a Tosca, Salome o Pelléas, nos tuvimos que conformar con la tercera píldora anestésica de ópera nacional. La homilía de Emilio Casares en el canal de Youtube de la Zarzuela nos informa de que estamos ante ‘lo mejor de nuestra historia operística’, una boutade que nos hace estremecer pensando en recuperaciones de obras con ‘energía innata’ (volviendo a la cita de Zweig) como El juramento, Curro Vargas o Las bribonas. En este contexto de ‘falsas recuperaciones’ (ya que no se plantea una permanencia escénica y ni tan siquiera las obras se graban), las malas óperas de Chapí, Pedrell y Bretón volverán a dormir el sueño de los justos –un letargo que ellas mismas provocan– para, seguramente, no volver a despertar jamás. La necropapiloscopía de La Celestina ha sido posible gracias a la labor del ICCMU y al trabajo –descomunal, sin duda– del editor David Ferreiro Carballo. La partitura de Pedrell es muy extensa así que, como en el caso de Circe o Tabaré, se presentó muy mutilada. La lectura del maestro Guillermo García Calvo fue medida, necesariamente reposada, para que los cantantes pudiesen solfear un texto musical que en su enorme complejidad no pudo ser interiorizado. Así, tan solo destacó la entregada labor de Miren Urbieta-Vega como Melibea junto a la cual volvió a perder la voz –como en Tabaré– el tenor Andeka Gorrotxategui. Maite Beaumont defendió el rol de Celestina, que tuvo que aprender en apenas dos semanas ante la espantada de Ketevan Kemoklidze. Lo mejor de la noche, a mi entender, fue el coro titular del Teatro de la Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró, que por fin se presenta en toda su magnitud después de las restricciones impuestas por la Covid. © Miccone and zarzuela.net, 2022
13/IX/2022 |