La villana
Amadeo áureo –
Los creadores de La villana (1927) conservaron con buen juicio este antiguo romance en el corazón de su zarzuelera versión de la “tragicomedia” áurea Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega. Corrían tiempos de monumentalización y canonización de la zarzuela grande como Teatro Lírico Nacional por antonomasia frente al colapso del género operístico, por un lado, y la arrolladora competencia del cine, los deportes y toda una cultura de masas alternativa, por otro. La tradición quedaba así defendida, a capa y espada, por la heroica creatividad de un puñado de autores y la incipiente subvención de las siempre depauperadas arcas del Estado. Se trataba, en este caso, de uno de los grandes hitos en la historia del Teatro de la Zarzuela, tan sólo un año después del estreno de El caserío, de Jesús Guridi, sobre el mismo escenario. Ciertamente, los nuevos versos y situaciones del que fuera el mejor equipo de libretistas del siglo XX, Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, apenas pueden aquí resistir la comparación con la animada versificación de aquel ‘Fénix de los ingenios’ del Siglo de Oro castellano. Además, su lamentable recurso a los más manidos tópicos antisemitas mediante la invención del personaje de David – inexistente en la pieza original – añade dosis de extemporaneidad e inconveniencia al argumento, como apunta Fernando Doménech Río en sus notas al programa. Por ello, la supresión de buena parte de sus pasajes declamados, proporcionalmente escasos, puede ser justificable en este caso. Más aún, los oídos agradecen la inclusión puntual de algún fragmento del original lopesco en esta nueva producción del Teatro de la Zarzuela, creándose un sugerente efecto de distanciamiento al redefinir al personaje de Olmedo como coplero ciego que, junto a su lazarillo, narra el drama al completo – curiosa reminiscencia de La del soto del parral, estrenada el mismo mes de octubre de 1927, y aun de la posterior Luisa Fernanda (1932). En cambio, la razón y los sentidos quedan violentados por la arbitraria manipulación y reorganización del ritmo dramatúrgico de la obra, que era justamente la más valiosa aportación de Romero y Fernández-Shaw al éxito de esta adaptación. En efecto, es difícil imaginar un final de acto más delicado que la ‘endecha’ de Don Fadrique que coronaba el primer acto y que, en esta ocasión, queda diluida al concatenarse con la primera escena del acto segundo. Por otro lado, enjaretar sin lógica el dúo de Peribáñez y David en una escena y cuadro ajenos no es, desde luego, el mejor remedio contra el espinoso racismo del libreto, aunque sí el más fácil – al margen de que una abrupta y torpe caída de telón amenace con interrumpir el agudo final del protagonista en dicho número. Discutibles son también los diversos cortes musicales que presenta esta producción. Algunos de ellos pueden comprenderse por tratarse de reiteraciones, pequeños bises o transiciones secundarias. La supresión de coplillas y pasajes costumbristas evidencia, no obstante, una característica indisposición para gestionar el buen humor en contextos dramáticos, habitual en muchos directores de escena actuales. Más imperdonable resulta la omisión de los dos hermosos interludios orquestales, que sólo parece obedecer a las prisas del personal por despachar la función a hora prudente. No hace honor, en cualquier caso, al autoproclamado ‘prurito artístico’ de la casa. En fin, uno asume que en esta edad posverdadera de recortes, cocacolas zero y 140 caracteres por tweet, sostener la mirada a los clásicos durante más tiempo de lo que dura una final de Liga parece audacia inaudita y hasta sospechosa; el problema es que el vivaz y barroquísimo camello del teatro hispano no pasará jamás por el ojal de las tres unidades aristotélicas sin dejar joroba, piel y hasta la sangre de sus venas en el trance, por mucho ‘empeño’ que nuestros programadores malgasten. En “capa de paño pardo”, pero fina y de grata esencia, como canta Casilda a su amado, se envuelve esta incompleta pero importante recuperación histórica: escenografía austera y evocadora, con matizadas luces; vestuario sobrio, de ambiguo arcaísmo, y un movimiento escénico muy contenido, salvo en una jota de tradicional coreografía. Este digno marco deja espacio suficiente para que el drama y, sobre todo, la hermosísima partitura de Amadeo Vives, campen a sus anchas e impongan su innegable calidad. En verdad podemos disfrutar aquí de una de las creaciones más maduras de Vives, que le confirma plenamente como uno de los primerísimos maestros de la lírica española. No diremos que se trata de su mejor obra, por ser tantos sus títulos de envergadura aún en el olvido, pero sí que todo en ella, de principio a fin, es “bello, digno y honrado”, según consignó un cronista tras su primera audición. El compositor, ya consagrado, desplegó aquí su elegante virtuosismo con genuino instinto teatral, al margen de modas y sin preocuparse en exceso de embelesar al gran público ni de epatar a los pedantes. No hay aquí ‘números bomba’, latiguillos efectistas, trampa ni cartón-piedra. Sencillamente, el autor se adecua al ambiente y a la acción sin perder su propia voz, sublimando con absoluta naturalidad el viejo folklore local –zortziko vasco incluido– en un discurso de exquisita factura. Su apego a la belleza del canto y cierto sentido de íntima mesura, incluso en las escenas más épicas, lo distinguen de la contemporánea escuela verista para acercarlo, más bien, a un drame lyrique de tipo massenetiano; aun ostentando una vitalidad y una luz muy personales. Y es aquí, en la delicada dificultad canora de la partitura donde encuentra su mayor escollo la representación. Toda la galería de personajes cómicos y secundarios cumple su cometido con solvencia, destacando la efectiva robustez de Rubén Amoretti en su doble papel de David y rey de Castilla, y el lírico canto de Javier Tomé como Olmedo. El trío protagonista, sin embargo, exige algo más que voces importantes, tablas, presencia escénica y arrojo interpretativo. Claro que la La villana no es, por fortuna, un nuevo Trovatore, pero aun así requiere también, a su modo, a los “mejores cantantes del mundo” en sus roles protagónicos. Por decirlo rápidamente, ninguno de ellos defendió de manera uniforme la excelencia que sus líneas de canto exigen, ni el calor que su amorosa trama implica. Las irregularidades fueron más evidentes en el caso de Casilda, de rico timbre pero agudos destemplados y actuación más bien distante. Mucho más equilibrado fue el Peribáñez de Ángel Ódena, poderoso incluso en sus escasas intervenciones habladas. El tenor Jorge de León, por su parte, cantó un Don Fadrique brillante pero un tanto forzado. Lamentamos, de todos modos, no haber tenido ocasión de escuchar al segundo elenco de esta producción, pues intuimos que no es demasiado lo que pudiera tener que envidiar a este primo cartello. Por fortuna, el coro titular tuvo ocasión de lucirse generosamente en sus muchos registros, revelándose una vez más como el más firme valor de este teatro. La oportunidad de vibrar con él en la inmensa escena concertante del segundo acto justifica por sí misma esta reposición, tanto o más que gozar de los maravillosos dúos y escenas solistas. Por supuesto, nada de esto se sostendría sin el adecuado pulso de una batuta curtida en campos dramáticos como la del maestro Miguel Ángel Gómez Martínez. En sus manos, la Orquesta de la Comunidad de Madrid defendió con eficacia su rico cometido, pese a puntuales excesos sonoros. Ante todo, puede entenderse esta producción como un oportuno homenaje a ese enorme músico teatral que fue Amadeo Vives; sin duda, el gran triunfador de la velada. También esto es ‘memoria histórica’, por más que honrar y hacer justicia a artistas de ley no sea ejercicio muy habitual por estos lares. Que en la procesión final de esta Villana no haya procesión y que, además, los pendones castellanos del rey Enrique III resulten ser extrañas banderas quechuas en blanco y negro pueden considerarse anecdóticos ‘hechos alternativos’, muy acordes con la idiosincrasia posfactual del día. Quizá en eso consista, después de todo, aquello de ‘quitar la caspa’ al género. Con o sin ella, hacemos votos por saborear con más frecuencia mieles como ésta, tan dorada. De Amadeo, de Amadeu; o de Amadeus. © Mario Lerena y zarzuela.net, 2016
in English 20/II/2017 |