Esta crítica podría comenzar con algo así como “¡con el barroco, llegó el escándalo!”, pero permítanme dejar el morbo para el final… Cuando en 1856 se planteó la función inaugural del Teatro de la Zarzuela, el compositor Francisco Asenjo Barbieri propuso, ni más ni menos, que se hiciese con La púrpura de la rosa “u otra zarzuela de Calderón convenientemente refundida”. Huelga decir que este proyecto no llegó a materializarse, pero el interés de una mente musicológica como la de Barbieri por unir el repertorio que él definía como “moderno” y el que nosotros hoy llamamos “antiguo”, nos invita hoy a reflexionar sobre qué consideramos zarzuela y qué tiene cabida en el Teatro de la Zarzuela. Quizás se trate de dos quésdistintos, pero poco a poco afines. Según pasan los años nos inquieta más el sentir que el público que acude a la calle Jovellanos no se termina de renovar y en sus dinámicas de acción público/escena la sala que inaugurasen auténticos visionarios como Barbieri o Gaztambide se vaya convirtiendo en un santuario (¿un mausoleo?) que la asemeja a los teatros rancios de ópera de mediados del siglo XX. Bienvenido sea el siglo XVIII español con toda su magnificencia musical –desde las zarzuelas soberanas de Nebra a las sabrosas tonadillas de Laserna– si sirve para que otros ojos y otros oídos redescubran la palabra “zarzuela” y a la larga el género (o los géneros) que tras de sí esconde. Cuando anoche se apagaron las luces del Teatro de la Zarzuela, la voz de Andrés Lima previno a los espectadores: “desconecten sus teléfonos móviles y sus preocupaciones”. Medio en broma, medio en serio, comenzó un espectáculo que, ante todo, rinde tributo a la filosofía de Epicuro y reinventa la zarzuela de Antonio Zamora para espectadores del siglo XXI. Porque, yo me pregunto, ¿qué es Viento es la dicha de Amor? ¿Es el texto teatral de Zamora del que no se conoce estreno exacto ni compositor? ¿Es la musicalización de José de Nebra de 1743? ¿Y qué hay de la versión de 1753 con arias añadidas de Antonio Morotti? En definitiva, en las maneras de hacer de la zarzuela galante del siglo XVIII se comprendían estas operaciones de reinventar continuamente los textos para adaptarlos a cada clase de público. Incluso hoy podríamos fantasear con qué querría decir ese “convenientemente refundida” de Barbieri refiriéndose a las zarzuelas de Calderón de la Barca, ¿quizás algo similar a las lecturas románticas de Bach por parte de Mendelssohn?… Señores, seamos francos: esto es teatro. Andrés Lima ha eliminado prácticamente todos los versos hablados de Zamora entre los números musicales de Nebra y los ha sustituido por poesía amorosa que va desde La vida es sueño a poetas actuales, pasando por Luis Cernuda, José Ángel Valente o Ángel González. El alto nivel poético de los textos seleccionados es más que evidente y en su contexto escénico nos invitan a disfrutar de unas palabras preñadas de erotismo como los espectadores del siglo XVIII adivinaban detrás de los conceptos poéticos que las tramas mitológicas encerraban. Podemos añorar hoy el argumento, pero tenemos ante nosotros el mito, con el deseo y el dolor como médula espinal. La otra opción era un montaje “arqueológico” como tantas veces se ha hecho con el repertorio antiguo. Si muchas veces decimos que a las puestas en escena de la zarzuela moderna les sobra caspa, a los montajes de zarzuela antigua les sobran polvos de arroz y almidón. La realización del espectáculo es quizás de lo más acabado que hemos visto en los últimos años en la Zarzuela. La escenografía de Beatriz San Juan, potenciada por la iluminación estridente de Valentín Álvarez, tiene una fuerza francamente epatante. Las coreografías de Sol Picó inquietan y conmueven a partes iguales. En otro orden de cosas estaría el equipo artístico. Cada personaje de la trama se desdobla en un cantante y un actor/bailarín/recitador. Ciñéndonos al capítulo musical no dejaremos de tributar una ovación cerrada a las cantantes que con brillantez dieron voz a las cuitas de Liríope, Amor, Delfa y la Ninfa. Ellas fueron Yolanda Auyanet, Beatriz Díaz, Ruth González y Mercedes Arcuri. Las tres primeras, en especial, nos llamaron la atención por su versatilidad; parece mentira que hace tan poco las hayamos visto en papeles de estilo tan dispar en zarzuelas de Barbieri, Serrano o Sorozábal. En el papel de Céfiro brilló con luz propia Clara Mouriz, que nos brindó el momento más emocionante de la noche: “Selva florida, tronco frondoso”. El Coro del Teatro de la Zarzuela sonó empastado y cómodo en un repertorio también nuevo para él. A la batuta y al clave un maestro como Alan Curtis, que dirigió a la Orquesta Barroca de Sevilla con la propiedad y el estilo –quizás en exceso sobrio– que de él se espera. Como ustedes comprenderán, a nosotros no nos inquieta ver desnudos integrales en el Teatro de la Zarzuela (con sus consecuentes gritos y abucheos). Nos inquieta más la invitación final del espectáculo a sumarnos a una Arcadia donde poesía, belleza y sensualidad se adormecen todo en uno. Desde ayer por la noche nada volverá a ser igual en la calle Jovellanos. © Miccone y zarzuela.net 2013
19/V/2013 |