La malquerida
Descubriendo al Penella más zarzuelero De Manuel Penella, como de tantos otros compositores zarzuelísticos, apenas conocemos una mínima parte de su producción, circunscrita además en este caso al campo operístico, tanto en su vertiente trágica (con El gato montés, y su archipopular pasodoble), como en la faceta cómica y amable, a través de esa exquisita preciosidad que es Don Gil de Alcalá. Por ello esta loable iniciativa que ha llevado a cabo los Teatros del Canal de Madrid (en coproducción con el Palau de les Arts valenciano), tiene el aliciente añadido no sólo de descubrir un nuevo título, sino de ahondar en el Penella más zarzuelero y curiosamente menos conocido. Máximo agradecimiento, por tanto, al hecho de que los Teatros del Canal y los artífices de este proyecto (Jorge Culla, Manuel Coves, Emilio López, Enrique Mejías García y Javier Carmena, entre otros), hayan asumido el riesgo de poner en pie esta obra en lugar de haber tirado por el camino fácil de montar cualquier otro título requetesobado, pero de éxito seguro. La malquerida (estrenada en Barcelona en 1935) se inscribe dentro de la zarzuela rural (en este caso no regionalista, en sutil matización de Enrique Mejías), tan de moda en la década de los veinte y treinta del pasado siglo. Trae a la memoria títulos con argumentos y personajes vigorosos parecidos, como La del Soto del Parral o La pícara molinera (hay un breve motivo melódico de Penella que incluso recuerda a otro de Luna en esta obra), donde el componente canoro se resuelve en muchos momentos a través de la expresión más intensa y desgarrada, a veces cercano al grito, que tan habitual era (o había sido) en el verismo operístico. En cambio, hay otras situaciones (quizás las más logradas de la partitura) donde el ambiente zarzuelero se desborda con aires populares de fluído desarrollo melódico (la serranilla, la jota, el dúo cómico, las coplas del sacristán…) Mención aparte merece el momento más original e inesperado de la obra: el acercamiento amoroso del padrastro y la hijastra, que define los personajes y su situación sentimental. Cuando todo el mundo espera un dúo entre la soprano y el barítono, Penella acomete lo que denomina ‘momento musical sin palabras’, es decir una escena en la que es la orquesta la que describe la situación mientras los dos personajes evolucionan mudos sobre el escenario. Sin duda, sorprendente y llamativo. También son destacables los momentos solistas para lucimiento de tres de los protagonistas (soprano, tenor y barítono), en el caso de los dos primeros con romanzas originales de la obra (de evocadora orquestación la del tenor), y en el caso del barítono con el añadido de una romanza extraída de otra obra de Penella, Curro Gallardo, de amplio trabajo orquestal y ensimismada intensidad expresiva para la voz. La interpretación corrió a cargo de un reparto competente, que en el caso de los protagonistas contaba con la ardua misión de decir buena parte del texto de la obra teatral de origen conservado por Penella en el libreto de la zarzuela. En ese aspecto teatral estuvieron mucho mejor las féminas, sobre todo Cristina Faus, por la mayor enjundia de su personaje sobre el que pivota toda la obra, pero también Sonia de Munck demostró que tiene buenas tablas. En la parte vocal, Faus también salió airosa de su parte, dramática y dura de cantar, sobre todo gracias a la rotundidad de los acentos. De Munck no tiene mucha música, pero lo poco que canta fue resuelto con eficiencia. En la parte masculina del reparto, Alejandro del Cerro (Norberto) aportó una voz bella y fresca, aunque la difícil tesitura de su romanza lo puso a dura prueba. Y César San Martín (Esteban) se dejó la piel en un personaje difícil y complejo de resolver. Buena prestación de la pareja cómica formada por Sandra Ferrández y Gerardo López y muy convincente la labor de la actriz Elena Lombao en el papel de Juliana. La parte orquestal corrió a cargo de Manuel Coves al frente de la Orquesta Sinfónica y Coro Verum. El maestro realizó un trabajo funcional, dando preponderancia a que el discurso musical fuera fluído y limpio, y sobre todo a ayudar a los cantantes a salvar los obstáculos y las dificultades de la partitura. Otro tanto se puede decir de la labor escénica de Emilio López, que traslada la acción a una hacienda mexicana, con mariachi incluído. El cambio espacial (debido según los autores a lo popular que siempre ha sido en aquel país la obra de teatro que motiva esta zarzuela) no aporta nada, aunque también es verdad que tampoco molesta. A que todo el aparato escénico discurra con agilidad ayuda la escenografía giratoria que presenta diferentes aspectos, tanto interiores como exteriores, de la mencionada hacienda donde se desarrolla la acción. En definitiva, un trabajo de conjunto hecho con imaginación, con inteligencia y sobre todo entusiasmo, que nos permite seguir descubriendo campos desconocidos del género lírico español, en este caso centrado en un compositor polifacético y personalísimo como Manuel Penella. Lo de Benavente, ya es otra historia… © Antonio Díaz-Casanova y zarzuela.net 2017
in English 7/III/2017 |