Música: José María y Ramón Usandizaga Altos vuelos, pasiones bajas: El Teatro de la Zarzuela ha iniciado su temporada 2016/2017 por todo lo alto, estrenando infraestructuras (nuevo ascensor, remozado ambigú) y subiendo a escena una nueva y muy cuidada producción – casi ampulosa para los tiempos que corren – de un título capital aunque bastante relegado, con un elenco de gran talla a las órdenes del internacional Giancarlo del Monaco y del nuevo director musical de la casa, Óliver Díaz. Con ello, se avanza por la ambiciosa senda emprendida ya con decisión por su saliente – y valiente – dirección. Sería éste buen momento para que los madrileños y el resto de ciudadanos y contribuyentes del Estado tomaran, por fin, orgullosa consciencia de atesorar dos templos de la lírica con orientaciones diferenciadas pero perfectamente complementarias, al modo de otras grandes metrópolis culturales. El de Jovellanos, de hecho, cada día puede permitirse sostener la mirada al Real con mayor dignidad: ya sólo es preciso que amplíe y fortalezca su proyección pública y social para reafirmarse como la ideal casa española de la ópera popular – o sea, zarzuela – que siempre hemos anhelado.
Era, a decir verdad, una propuesta única y singularísima, que desafiaba las etiquetas convencionales – los autores la definieron acertadamente como “drama lírico”, sin el menor complejo– ensanchando el molde tradicional de la zarzuela “grande” a fuerza de reventar sus costuras desde dentro, con un caudal desbordante de música, drama y fantasía. Algo así como lo que hiciera Bizet con el género de la opéra comique, pero con la audacia “modernista” del momento y sus característicos ribetes simbolistas y decadentistas. Entre sus muchos elementos de renovación escénica y musical, cabe destacar su renuncia al verso en favor de una personal prosa musical, y el recurso a dos escenas pantomímicas: la primera y más célebre en forma de sofisticado ensayo de “teatro dentro del teatro”; la segunda, como auténtica expresión del desgarro interior de la protagonista, en un sugerente juego de espejos entre ficción y realidad que precede al desenlace. Con ello, los Martínez Sierra abrían camino a su decisivo ‘Teatro de Arte’ (dos de cuyas legendarias pantomimas, El sapo enamorado, de Luna, y El corregidor y la molinera, de Falla, se incluyen también este mes en la programación didáctica del mismo teatro, coproducidas junto la Fundación Jacinto e Inocencio Guerrero).
Hace sólo dos décadas, el pionero Instituto Complutense de Ciencias de la Música publicó una edición crítica de la partitura en la que el compositor Ramón Lazkano conjugó con destreza el trabajo íntegro de ambos hermanos. Por desgracia, nadie pensó en incluir también el libreto de la zarzuela original, lo que parece haber acabado por sancionar como “canónica” esta elaborada mixtificación operística. La cuestión ya fue comentada con acertado juicio por el profesor Javier Suárez-Pajares en 1999, a propósito de la representación del mismo título en el Teatro Real. De entonces acá, poco más hay que añadir, salvo lamentar la aparente ineficacia de varios lustros de reflexión musicológica, supuestamente crítica, en el seno de la academia universitaria (admitámoslo: en pleno siglo XXI, ni siquiera el monumental Diccionario de la Zarzuela acertó a asumir este título como asunto de su incumbencia). No me resisto, sin embargo, a recordar la amarga y clarividente prevención del catedrático, tristemente profética, al advertir que “sería el colmo que el Teatro de la Zarzuela tuviera ahora que programar la versión operística de una de las mejores zarzuelas de todos los tiempos”.
Magistral en todos sus aspectos fue la interpretación de Nancy Fabiola Herrera, que desde el mismo arranque de la obra imprimió a su personaje un apabullante carisma. Su rotunda Cecilia, cigarro en mano, como una Carmen vuelta de todo y alienada, es ya imposible de olvidar. Carmen Romeu, que en las últimas temporadas se ha confirmado, por derecho propio, como una imprescindible diva de la casa, le dio la réplica con entrega y acierto, encarnando al muy rico y atractivo personaje de Lina. Ciertamente, la exigente y por momentos incómoda vocalidad de este rol parece estar en los límites de su actual tesitura, lo cual no fue óbice para que luciera un lirismo de buena ley en la ‘Canción de primavera’, sin dejar de mostrar su solvencia también en los momentos más dramáticos del último acto. Mención aparte, por lo inesperado, merece la fantástica gestualidad desplegada en sus dos pantomimas, que los autores difícilmente pudieron imaginar mejor resueltas. Muchas más dudas suscitó el Puck de Rodrigo Esteves, que sólo en la última escena se impuso con su monumental potencia vocal. Por el contrario, sus primeras intervenciones resultaron desabridas y un tanto erráticas, tanto en lo musical como en lo escénico, no acertando a otorgar el necesario lirismo a su preciosa romanza, ‘Caminar, caminar’ – una página esperada y crucial, que debería haber caldeado el ambiente de la sala en pleno despegue del espectáculo. Creemos que tal carencia debe achacarse, en buena medida, a una fallida concepción del personaje, que en esta producción aparece caracterizado como un histriónico psicópata desde su misma entrada. Lejos de ser arbitraria, la decisión parece responder a un errado sentido de corrección “política” (enemiga del arte en tantas ocasiones), que fuerza una visión plana y burda del maltratador masculino. Con ello, se niega al protagonista cualquier posibilidad de evolución psicológica y se desluce el efecto teatral de sus explosiones coléricas, además de quedar bloqueada toda química y empatía con sus partenaires, imprescindible para entender el verdadero drama existencial de estos cómicos errantes
Por lo demás, la propuesta visual del espectáculo resultó llamativa y poderosa dentro de un irreprochable clasicismo, con oportunos guiños al cine mudo. Una sobria escenografía recreando las oscuras bambalinas teatrales sirvió de marco al fabuloso y delicado vestuario de Jesús Ruiz; todo ello realzado por un trabajo de iluminación muy expresivo, especialmente impactante en el tercer acto. Buena parte del movimiento escénico estuvo animado por acrobacias circenses, a veces un tanto superfluas, pero sin llegar a estorbar el curso del drama. Sin duda, fue la maravillosa Pantomima del segundo acto el momento más espléndido e imaginativo de la representación, pero no faltaron otras escenas sugerentes, como el dúo final del segundo acto, con los cantantes enfrentados al reflejo de su propio espejo en el camerino. Extrañamente, no se escuchó en dicho número la consabida carcajada de Cecilia – un elemento clave en el libreto, con valor simbólico y hasta musical –; suponemos que para cargar aún más tintas sobre el carácter alucinógeno de Puck.
Celebramos, en suma, el éxito artístico de estas Golondrinas, por más que no dejemos de soñar con el día en que se haga verdadera justicia al malogrado Joshemari Usandizaga y a la escritora María de la O Lejárraga (“Gregorio Martínez Sierra”, en la sombra) rehabilitando los originales valores, aún hoy desvirtuados, de este estremecedor poema sobre el amor, la ilusión, el deseo y la muerte:
© Mario Lerena y zarzuela.net, 2016
26/X/2016 |