Música: José María y Ramón Usandizaga Altos vuelos, pasiones bajas: El Teatro de la Zarzuela ha iniciado su temporada 2016/2017 por todo lo alto, estrenando infraestructuras (nuevo ascensor, remozado ambigú) y subiendo a escena una nueva y muy cuidada producción – casi ampulosa para los tiempos que corren – de un título capital aunque bastante relegado, con un elenco de gran talla a las órdenes del internacional Giancarlo del Monaco y del nuevo director musical de la casa, Óliver Díaz. Con ello, se avanza por la ambiciosa senda emprendida ya con decisión por su saliente – y valiente – dirección. Sería éste buen momento para que los madrileños y el resto de ciudadanos y contribuyentes del Estado tomaran, por fin, orgullosa consciencia de atesorar dos templos de la lírica con orientaciones diferenciadas pero perfectamente complementarias, al modo de otras grandes metrópolis culturales. El de Jovellanos, de hecho, cada día puede permitirse sostener la mirada al Real con mayor dignidad: ya sólo es preciso que amplíe y fortalezca su proyección pública y social para reafirmarse como la ideal casa española de la ópera popular – o sea, zarzuela – que siempre hemos anhelado. Resulta incontestable que Las golondrinas constituye una referencia imprescindible y clave del repertorio zarzuelístico. Impulsado por el siempre inquieto y talentoso matrimonio Martínez Sierra y defendido por los divos Emilio Sagi Barba y su mujer Luisa Vela, su estreno en 1914 bastó para convertir al jovencísimo Usandizaga en el ídolo musical del momento: la obra saltó enseguida del Teatro-Circo Price al de la Zarzuela, pasando incluso por el Real; fue inmediatamente grabada y exportada, y valió al veinteañero compositor el honor de ser nombrado académico correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, nada menos que de la mano de don Tomás Bretón. Era, a decir verdad, una propuesta única y singularísima, que desafiaba las etiquetas convencionales – los autores la definieron acertadamente como “drama lírico”, sin el menor complejo– ensanchando el molde tradicional de la zarzuela “grande” a fuerza de reventar sus costuras desde dentro, con un caudal desbordante de música, drama y fantasía. Algo así como lo que hiciera Bizet con el género de la opéra comique, pero con la audacia “modernista” del momento y sus característicos ribetes simbolistas y decadentistas. Entre sus muchos elementos de renovación escénica y musical, cabe destacar su renuncia al verso en favor de una personal prosa musical, y el recurso a dos escenas pantomímicas: la primera y más célebre en forma de sofisticado ensayo de “teatro dentro del teatro”; la segunda, como auténtica expresión del desgarro interior de la protagonista, en un sugerente juego de espejos entre ficción y realidad que precede al desenlace. Con ello, los Martínez Sierra abrían camino a su decisivo ‘Teatro de Arte’ (dos de cuyas legendarias pantomimas, El sapo enamorado, de Luna, y El corregidor y la molinera, de Falla, se incluyen también este mes en la programación didáctica del mismo teatro, coproducidas junto la Fundación Jacinto e Inocencio Guerrero). Lamentablemente, no es esta obra maestra la que se nos ofrece en esta ocasión, sino un remedo operístico póstumo y apócrifo, firmado en 1929 por el hermano del difunto compositor, Ramón Usandizaga. En su momento, dicha refacción pretendía aupar la partitura – muy compleja de asumir por las compañías de zarzuelas al uso – a los grandes escenarios de ópera, que difícilmente habrían admitido entonces los pasajes declamados sin música, empezando por el Gran Liceobarcelonés. No se logró este objetivo, y la circulación y trascendencia de esta versión resultó mucho más limitada que la lograda en su día por la pieza original, salvando reposiciones puntuales. Sin duda, el trabajo de quien llegara a ser director del Conservatorio donostiarra fue competente y, a ratos, inspirado, pero el resultado es inevitablemente irregular y monótono por su continuo reciclaje del material primitivo: carece de la frescura y ligereza poética del original (con sus ambiguas reminiscencias de opereta, music hall y folklore añejo), sin alcanzar la intensidad expresiva ni, mucho menos, la fluidez discursiva de, digamos, una Mujer sin sombra (que es a lo que se diría pretende aspirar). Hace sólo dos décadas, el pionero Instituto Complutense de Ciencias de la Música publicó una edición crítica de la partitura en la que el compositor Ramón Lazkano conjugó con destreza el trabajo íntegro de ambos hermanos. Por desgracia, nadie pensó en incluir también el libreto de la zarzuela original, lo que parece haber acabado por sancionar como “canónica” esta elaborada mixtificación operística. La cuestión ya fue comentada con acertado juicio por el profesor Javier Suárez-Pajares en 1999, a propósito de la representación del mismo título en el Teatro Real. De entonces acá, poco más hay que añadir, salvo lamentar la aparente ineficacia de varios lustros de reflexión musicológica, supuestamente crítica, en el seno de la academia universitaria (admitámoslo: en pleno siglo XXI, ni siquiera el monumental Diccionario de la Zarzuela acertó a asumir este título como asunto de su incumbencia). No me resisto, sin embargo, a recordar la amarga y clarividente prevención del catedrático, tristemente profética, al advertir que “sería el colmo que el Teatro de la Zarzuela tuviera ahora que programar la versión operística de una de las mejores zarzuelas de todos los tiempos”. No se trata de una estéril y bizantina “guerra de géneros”: en temporadas recientes hemos disfrutado con igual franqueza de un Curro Vargas y de El Gato Montés, aplaudiendo tanto a Juan José como a La generala, incluso unos ejemplares Pagliacci y la no menos espectacular Lady, Be Good. Se trata, en primer lugar, de una cuestión de integridad artística. A nadie se le ocurre hoy programar Die Zauberflöte en algún “operístico” arreglo decimonónico, ni mucho menos despojar a la trágica Carmen de su sensual coro de cigarreras o su colorista desfile de toreros; en cambio, parece natural suprimir el delicioso coro de odaliscas circenses que abría el segundo acto de Las golondrinas, por mor de preservar un supuesto decoro dramático, más bien impostado. Que la pacata familia Usandizaga encontrase excesivamente frívolo dicho número cómico, de acuerdo con los rancios parámetros altoburgueses de la España del dictador Primo de Rivera, resulta perfectamente comprensible; que casi un siglo después prosigamos en la misma inopia sólo acusa una inercia acrítica y una mirada aún condescendiente sobre unas obras y unos autores a los que, con demasiada frecuencia, se les presupone la necesidad de ser corregidos y aumentados – o menguados, según se tercie. En este sentido, no podemos estar más de acuerdo con la reflexión del propio director del Teatro de la Zarzuela, el bonaerense Daniel Bianco: “hay un prejuicio muy grande sobre la zarzuela: considerar que es un arte menor, pensar que en realidad todo es más importante en la ópera que en la zarzuela”. Se han respetado, de hecho, algunos detalles procedentes de la versión zarzuelera; en concreto, el diálogo declamado de Puck y Cecilia sobre la cantilena de Lina “Me dices que ya no me quieres…” (cuyo efecto de mágico extrañamiento quedaba irremisiblemente arruinado por los recitativos operísticos) y el dúo de los mismos personajes en el tercer acto. Todo esto tendría una importancia más bien menor si no afectase de forma muy directa a la eficacia y brillantez de una apuesta tan jugosa como la que se nos presenta; comprometiendo, además, la recepción presente y futura de una obra universal que apela a las emociones de todo público sensible y que por ello, insistimos, merecería un puesto de honor en la cartelera de cualquier gran teatro lírico. Afortunadamente, había demasiados quilates implicados en esta ocasión como para que la función llegara a naufragar por estos lastres, pese a alguna zozobra. Magistral en todos sus aspectos fue la interpretación de Nancy Fabiola Herrera, que desde el mismo arranque de la obra imprimió a su personaje un apabullante carisma. Su rotunda Cecilia, cigarro en mano, como una Carmen vuelta de todo y alienada, es ya imposible de olvidar. Carmen Romeu, que en las últimas temporadas se ha confirmado, por derecho propio, como una imprescindible diva de la casa, le dio la réplica con entrega y acierto, encarnando al muy rico y atractivo personaje de Lina. Ciertamente, la exigente y por momentos incómoda vocalidad de este rol parece estar en los límites de su actual tesitura, lo cual no fue óbice para que luciera un lirismo de buena ley en la ‘Canción de primavera’, sin dejar de mostrar su solvencia también en los momentos más dramáticos del último acto. Mención aparte, por lo inesperado, merece la fantástica gestualidad desplegada en sus dos pantomimas, que los autores difícilmente pudieron imaginar mejor resueltas. Muchas más dudas suscitó el Puck de Rodrigo Esteves, que sólo en la última escena se impuso con su monumental potencia vocal. Por el contrario, sus primeras intervenciones resultaron desabridas y un tanto erráticas, tanto en lo musical como en lo escénico, no acertando a otorgar el necesario lirismo a su preciosa romanza, ‘Caminar, caminar’ – una página esperada y crucial, que debería haber caldeado el ambiente de la sala en pleno despegue del espectáculo. Creemos que tal carencia debe achacarse, en buena medida, a una fallida concepción del personaje, que en esta producción aparece caracterizado como un histriónico psicópata desde su misma entrada. Lejos de ser arbitraria, la decisión parece responder a un errado sentido de corrección “política” (enemiga del arte en tantas ocasiones), que fuerza una visión plana y burda del maltratador masculino. Con ello, se niega al protagonista cualquier posibilidad de evolución psicológica y se desluce el efecto teatral de sus explosiones coléricas, además de quedar bloqueada toda química y empatía con sus partenaires, imprescindible para entender el verdadero drama existencial de estos cómicos errantes Por mucho que, efectivamente, su actitud se aproxime a la de un Pierrot lunático y granguiñolesco hacia el final de la obra, resulta ridículo que el payaso asfixie, literalmente, a Cecilia ya desde su primera declaración amorosa, y que implore su perdón con la cínica parsimonia que podría exhibir el ‘Joker’ de Jack Nicholson en Batman. Todo buen dramaturgo prefiere explorar y entender en sus recovecos el alma humana de sus personajes antes que juzgarlos; algo que el libreto cuida en todo momento, pero que el regidor escénico ha preferido aquí ignorar, o finge olvidar. En realidad, sólo un ser sensible, ilusionado y soñador puede presentarse a sus compañeros (y al público) con el alborozo de Puck en su primera escena:
Por lo demás, la propuesta visual del espectáculo resultó llamativa y poderosa dentro de un irreprochable clasicismo, con oportunos guiños al cine mudo. Una sobria escenografía recreando las oscuras bambalinas teatrales sirvió de marco al fabuloso y delicado vestuario de Jesús Ruiz; todo ello realzado por un trabajo de iluminación muy expresivo, especialmente impactante en el tercer acto. Buena parte del movimiento escénico estuvo animado por acrobacias circenses, a veces un tanto superfluas, pero sin llegar a estorbar el curso del drama. Sin duda, fue la maravillosa Pantomima del segundo acto el momento más espléndido e imaginativo de la representación, pero no faltaron otras escenas sugerentes, como el dúo final del segundo acto, con los cantantes enfrentados al reflejo de su propio espejo en el camerino. Extrañamente, no se escuchó en dicho número la consabida carcajada de Cecilia – un elemento clave en el libreto, con valor simbólico y hasta musical –; suponemos que para cargar aún más tintas sobre el carácter alucinógeno de Puck. A todo esto hay que añadir un sonido orquestal cuidado y bien empastado, que no sólo se mostró acompasado y respetuoso con las voces en todo momento – lo cual no es poco decir tratándose de la alambicada escritura de Usandizaga –, sino que lució detalles de auténtica inspiración en la batuta, tras un primer acto algo moroso en sus tempi. El coro demostró su profesionalidad y alto nivel habituales; superándose en su operetesca intervención del segundo acto frente al número de feria del primero, virtuoso pero un tanto inanimado. Tampoco queremos pasar por alto la ejemplar calidad actoral y vocal de Jorge Rodríguez-Norton como Juanito, en un tipo de papel cómico para el que es difícil encontrar intérpretes tan versátiles y redondos hoy en día. Razón de más para lamentar la supresión de su escena con las vicetiples-odaliscas, ‘¡Ay!, Juanito, Juanito…’, que hubiera podido aportar un sensacional aire fresco al drama. Celebramos, en suma, el éxito artístico de estas Golondrinas, por más que no dejemos de soñar con el día en que se haga verdadera justicia al malogrado Joshemari Usandizaga y a la escritora María de la O Lejárraga (“Gregorio Martínez Sierra”, en la sombra) rehabilitando los originales valores, aún hoy desvirtuados, de este estremecedor poema sobre el amor, la ilusión, el deseo y la muerte:
© Mario Lerena y zarzuela.net, 2016
in English 26/X/2016 |