De higos a brevas el Teatro de la Zarzuela nos sorprende con una exhumación que insufla una inesperada vitalidad en el moribundo. En los aproximadamente dos lustros que hemos venido regularmente a Madrid El juramento de Gaztambide y Las bribonas de Calleja se han levantado de la tumba como obras maestras perdidas; y aunque Los diamantes de la corona nunca hayan llegado a caer en el olvido (gracias a la muy recortada pero vívida grabación de Argenta de los años cincuenta) han estado esperando su oportunidad durante más de setenta años hasta lograr una reposición de fuste. Porque todo aquí rezuma calidad. Posiblemente resulte fácil sobrevalorar el impacto de las escenografías antiguas aunque en esta ocasión sólo se toma el estilo decimonónico de los decorados con telones pintados como mero punto de partida, aprovechando también la moderna iluminación y los trucos escénicos para recrear la cueva de los falsos monederos, la quinta de recreo del conde o el palacio real. Pero mucho más importante que eso es que José Carlos Plaza se las haya apañado para dirigir a sus huestes con vigor, precisión y sutileza de manera que permita crear personajes tridimensionales creibles sobre esos decorados de dos dimensiones; se logra por tanto un verdadero espectáculo de actores cantantes, sin que ello implique que ignoremos las exigencias belcantistas de la música vocal de Barbieri. Y esa música, junto al altísimo nivel interpretativo, es la clave de todo. Número tras número se va superando a través de memorables solos y ensembles colmados de buenas melodías y en un caso el finale del acto II luce una asombrosamente moderna muestra de ritmos hispanos entrecruzados y una audaz orquestación con los metales que no habría desentonado en El sombrero de tres picos. Sencillamente maravilloso. Pero por encima de todo, Barbieri cuida el desarrollo de sus personajes, de modo que el héroe, el tenor Sandoval, su poco amada prometida, Diana, y naturalmente, la jefa de los bandidos, Catalina, llegan hasta nosotros como personajes de carne y hueso gracias a la música que cantan. Resulta fasciante comparar la partitura de Barbieri con la que Auber firmara para poner música a un libreto prácticamente igual. El compositor francés destaca por su peculiar ingenio, su ligereza de toque y la belleza y elegancia de sus estructuras. El español, por su parte, es más pesante, con un interés más pronunciado por los personajes y varios momentos de sorprendente originalidad. La escena en que los bandidos escapan de su cueva disfrazados como monjes es la piedra de toque de la obra: Donde Auber propone una irónica melodía religiosa, sinuosa y encantadora, Barbieri es mucho más mordazmente satírico en su supuesto tono eclesiástico, añadiendo un melodrama donde el jefe de los ladrones anticipa el sprechgesang de Schoenberg. ¡Increíble! Qué par de excelentes compositores para estas dos excelentes partituras. Del conjunto de buenos intérpretes del reparto destacaré tan sólo a tres cantantes. El Sandoval de Carlos Cosías es una auténtica delicia, inteligente teatralmente y de una fresca melifluidad en lo canoro, que muestra a una estrella en ascenso. Quien ya es una estrella es la soprano lírica Yolanda Auyanet; su Catalina no sólo está cantada con dulce seguridad y extrema precisión en la coloratura sino que además está interpretada escénicamente con una ejemplar atención a los detalles que otorga a su majestuosa romanza del acto III ("De qué me sirve ¡oh cielo! / el trono y su esplendor") el empaque necesario para coronar musical y teatralmente la zarzuela. El fichaje de Antonio Ordóñez como el malo de la obra es un verdadero acierto. En lugar del tenor cómico al que Argenta nos tenía acostumbrados, su poderosa voz aporta gravitas a los conjuntos de Barbieri: Campomayor es anta nada el Regente, no un bufón político y su retrato bellamente acabado proporciona un tono de comedia preferible a una simple suma de momentos cómicos aislados. Enrique Mejías García ha elogiado con toda razón los perfectamente medidos tempi y los conjuntos de inmaculada ejecución de Cristóbal Soler. Me gustaría dedicar un reconocimiento especial a la tarea de Antonio Fauró al frente del Coro del Teatro de la Zarzuela. El día 29 de mayo se dio la circunstancia de que me senté junto a un caballero neoyorquino que no había visto nunca una zarzuela. Quedó impresionado, como cabría esperar, por todo el espectáculo, pero reservó su mayor alabanza para la labor del coro: "Son mejores que los de la Metropolitan Opera". No podemos añadir nada más a eso. © Christopher Webber
2010 Los diamantes de la
corona (Música: Francisco Asenjo Barbieri, libro: Francisco
Camprodón) in English 7/IX/2010 |