Todos los géneros artísticos suelen contar casi siempre con algún título de los llamados míticos, es decir, de ésos de los que todo el mundo habla pero que casi nadie ha visto. Dentro de la zarzuela, una de esas obras es Curro Vargas, uno de los puntales de la carrera de Ruperto Chapí, que fue desvaneciéndose del repertorio durante el siglo XX, y cuya última aparición escénica había sido, también en el Teatro de la Zarzuela, hace justo 30 años, en 1984. La decisión del señor Pinamonti y su equipo de acometer esta recuperación era ineludible, aún contando con todos los riesgos que llevaba consigo, desde las exigencias vocales y musicales, pasando por la cantidad de elementos requeridos, o incluso, aunque sea en un terreno más prosaico, por la excesiva longitud de la obra, que, de manera excepcional, se ha decidido recuperar en su integridad, tanto en texto como en música. Y nos hemos encontrado con una obra musicalmente espléndida, de sorprendente modernidad, y en perfecta sincronía con el teatro lírico europeo de su época, como bien señaló el director musical de las funciones, Guillermo García Calvo, durante la rueda de prensa de presentación. La partitura es densa, compleja y de amplísimas proporciones, todas ellas características que la alejan bastante de lo que era habitual en el género zarzuelístico. No es éste el lugar para reflexionar sobre el tan debatido tema de la ópera española, discutido hasta la saciedad durante el siglo XIX, pero sí queda claro que la idea que Chapí tenía de este asunto puede reconocerse a la perfección en esta obra. Se trata de una partitura transversal, que recoge caudal de diversas fuentes (la escuela francesa; Wagner; el verismo de nuevo cuño; el género chico; el canto popular andaluz...), y a todo ello intenta darle Chapí su propia personalidad. Es cierto que con tal miscelánea es difícil conseguir una cierta unidad, y quizás la obra desconcierta un poco por esa variedad de elementos que se yuxtaponen unos a otros, muchas veces sin solución de continuidad, pero también se puede ver (y de esta forma lo han destacado los encargados escénico y musical en diferentes declaraciones) como un reflejo de la vida misma, donde lo cómico se contrapone a lo trágico, lo elevado a lo miserable, o lo ridículo a lo sublime. En cualquier caso, es de admirar la convicción con que Chapí aborda la obra, muy seguro del camino que ha emprendido en su afán por estilizar las raíces populares, emancipándolas de lo obvio y de lo tópico. Y parece que no andaba muy equivocado puesto que el devenir musical y las notorias influencias que dejó en algunos de los músicos españoles que le sucedieron, acabaron por confirmar que ése era el mejor camino posible si se quería alcanzar un teatro lírico (el término para definirlo es mucho menos importante que las características que lo conforman) verdaderamente nacional y al mismo tiempo sin menoscabo de su proyección universal. Por desgracia, la parte literaria de la obra, pese a los muchos elogios que habíamos escuchado a priori, no está al mismo nivel que la partitura. Vaya por delante que la calidad actoral para decir el texto, salvo puntuales salvedades, no fue la más idónea por parte de la mayoría de los intérpretes, pero aún así, nos parece una obra reiterativa y sin evolución, ni en la acción ni en los personajes. Éstos desde que aparecen se presentan monolíticos, casi como arquetipos, y así se mantienen hasta el final. Dadas las características excepcionales de estas funciones, es de agradecer que se haya mantenido toda la obra en su integridad, pero convendría una abundante poda para sucesivas reposiciones que dejaran el texto en lo esencial. Los caracteres de los personajes y la continuidad de la acción no iban a quedar erosionados, y el espectador ganaría en concreción y en capacidad para centrarse en lo verdaderamente importante, que no es otra cosa sino la espléndida y elaborada partitura de Ruperto Chapí.
Entrando de lleno en lo que dio de sí esta esperadísima recuperación de Curro Vargas, tenemos que reconocer que el resultado final ha sido dispar. Lo mejor vino del foso, a cargo del joven maestro Guillermo García Calvo, que está desarrollando una importante carrera en los teatros operísticos de media Europa, y que supone un muy buen fichaje para el género. En su labor se notó el aprecio que siente por la partitura, a la cual trató en todo momento de servir, procurando resaltar la complejidad y la riqueza que contiene. Fue el suyo un discurso musical de gran fluidez y elegancia, transparente, de tempos elásticos y con dinámicas flexibles y variadas. La ardua labor de concertación y de sincronización foso-escena que exige varios momentos de la obra fue solventada con bastante eficacia, y quizás, por ponerle algún pero, se le podía haber pedido un punto más de tensión en los momentos más dramáticos, para así acabar de redondear una labor que dejó muy buen sabor de boca. La puesta en escena del afamado director inglés Graham Vick tuvo sus luces y sus sombras. Desde el momento en que se conoció su designación para llevar las riendas de esta producción, las expectativas fueron altas, al mismo tiempo que una cierta incredulidad ante la capacidad de que un ojo tan lejano y extraño al género pudiera comprender y llevar a la práctica una obra tan supuestamente racial como ésta. El propio Vick parece que era consciente de la alta expectación que había alrededor de su propuesta, ya que ha procurado por todos los medios a su alcance que ninguna de sus ideas pudiera ser desvelada hasta el mismo momento del estreno, salvaguardando así el factor sorpresa. Y desde luego que ha sorprendido (y desconcertado) casi a partes iguales. Ha tratado de esencializar y universalizar la obra. Lo primero, por medio de los elementos escenográficos (un árbol, una cama, un sofá, una cruz y una Virgen), cada uno de ellos con su propio carácter simbólico, asociados a personajes, circunstancias o momentos concretos de la trama; y lo segundo, huyendo de un contexto espacio-temporal claramente definido. El mayor inconveniente que vemos en su propuesta es la falta de climas y de atmósferas, bien por culpa de una iluminación más bien neutra y sin capacidad para recrear la tragedia, bien a causa de un exceso de colorido que casa malamente con el drama negro y doliente que presenta la obra. Por contra, en el lado positivo hay que destacar la soberbia maestría para componer y dirigir las abundantes escenas de conjunto que tiene el texto. Los tres finales de acto fueron un prodigio de fuerza y de teatralidad. El primero resultó el momento más trabajado y más conseguido en el aspecto climático, precisamente por el buen uso del espacio escénico y de la luz con efectos expresivos. El segundo final, un momento complicadísimo por la cantidad de elementos en juego, fue resuelto de manera deslumbrante por Vick, quien además dio una vuelta más de tuerca al asunto, al presentar una particular visión de la pasión de Cristo reinterpretada dentro del contexto de la obra y con una inusitada carga de crítica social, política y religiosa. Por su parte, el final de la obra fue expuesto con meridiana claridad y con una gran fluidez visual. Punto positivo también para la originalísima resolución del principio del segundo acto, pasodoble incluído, de extraordinario efecto teatral. En definitiva, una apuesta arriesgada, con sus pros y sus contras, pero que indudablemente supone un camino a seguir para la revitalización del género.
Dicho todo lo anterior, el extraordinario esfuerzo para poner en pie este Curro Vargas ha valido mucho la pena. Ahora cada aficionado podrá tener su propia opinión sin tener que remitirse a la mítica, y el Teatro de la Zarzuela habrá cumplido una de sus principales misiones que es, entre otras, redescubrir los muchos tesoros líricos que siguen esperando, cual Lázaro bíblico, que alguien les diga aquello de "Levántate, y anda". 21 de febrero de
2013 Para completar los comentarios sobre estas funciones de Curro Vargas, nos hemos acercado de nuevo al Teatro de la Zarzuela para ver en acción al segundo reparto, que aporta novedades en los tres principales protagonistas. La mezzosoprano valenciana Cristina Faus encarna a Soledad con una voz muy sustanciosa y consistente en el centro, más velada en el grave y con algunas tiranteces en los ascensos al agudo, pero que sabe cantar y frasear con intención. Ya en el "Lamento" supo recrear con mucho gusto las inquietudes de su personaje, pero lo mejor lo dio en su exquisita y recogida versión de la "Saeta" que culmina el segundo acto. A destacar también las buenas maneras que demostró en el aspecto escénico y en el recitado del texto. Que el personaje de Curro Vargas es eso que en el argot musical se llama un "matatenores" quedó de nuevo de manifiesto viendo los apuros y las zozobras que un cantante ya experimentado, como Alejandro Roy, pasó a lo largo y ancho de la representación. Roy aporta una voz en origen bella y lírica, ahora un poco ensanchada a la fuerza, y un canto más muscular que canónico, en el cual la zona de paso no está bien resuelta. Precisamente el personaje de Curro incide una y otra vez en esa zona conflictiva, de ahí la enorme dificultad, por lo cual para afrontarlo sin perder la vida vocal en el intento hay que tener los papeles perfectamente en regla. Su dúo de salida con Doña Angustias, y el posterior concertante es, por la razón que acabamos de exponer, un tormento para cualquier tenor, y Roy acabó ese primer acto prácticamente desfondado. Se rehizo, aunque con estrecheces, en la continuación, y estuvo mucho mejor en la plegaria y romanza del último acto, que tienen una tesitura más clemente, y le permitió por tanto recrearse con sosiego en la intepretación. Visto lo visto, creemos que cuanto menos se acerque a este personaje más se lo agradecerá su voz, que necesita de aguas líricas más remansadas para poder brillar. Por último, Marco Moncloa se hacía cargo del difuso y antipático personaje del marido cauteloso y medio engañado. Se trata de otra voz artificialmente hinchada (mal endémico del canto de nuestro tiempo), lo que provoca al cantante descontrol en su emisión, que sale con cortocircuitos sonoros, oscilaciones y abundancia de sonidos abiertos y feos. Se agradece en todo caso el esfuerzo y la entrega con un personaje duro y difícil pero de escaso lucimiento. Viendo las enormes dificultades que están pasando este grupo de cantantes jóvenes con sus respectivas partes, se comprenden perfectamente algunas de las razones por las que una obra como Curro Vargas es tan difícil de ver sobre los escenarios, y también se hace evidente el fundamento de esa aureola mítica que le rodea. © Antonio Díaz-Casanova 2014
20/II/2014 |