Por fin, después de tantos años de espera, se estrenó La Celestina de Nin-Culmell y el esfuerzo ha merecido la pena. El Teatro de la Zarzuela ha adelantado este curso el comienzo de su temporada lírica para acoger una coproducción de la Fundación Ana María Iriarte y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales con la que se ha podido, definitivamente, celebrar por todo lo alto la valía de un compositor que aun siendo todavía poco conocido en España representa a uno de los más interesantes apellidos de la Generación musical del 27. La Celestina es, en este sentido, el título lírico más fascinante de su catálogo e incluso podríamos clasificarla entre las óperas más atractivas de las escritas en castellano durante la segunda mitad del siglo XX. Pero, ¿a qué nos suena esta “vieja dama” como él mismo la llamaba…? Desde el toque de fanfarria del principio de la obra, envuelto en armonías disonantes, ciertos guiños nos remiten al camino del Manuel de Falla y su Retablo de Maese Pedro o el Concierto para clave. Esta sugerente estética neoclásica, paralela a la de contemporáneos a Nin como Ernesto Halffter o Rodrigo, sirve de marco general para albergar en su seno todo un universo de amargo sentido del humor en las escenas más características (el monólogo de Pármeno, “¡Puta vieja!”, por ejemplo), o un decididamente cargante posromanticismo de vena pucciniana en los monólogos y encuentros de Calisto y Melibea -efectos sviolinati incluidos-. Especialmente atractivas resultan en La Celestina las secciones corales, con citas de villancicos de Juan del Encina, definidas por un hispanismo muy “de esencia” y concreto en sus estructuras modales y de acentuación rítmica. Un título, en definitiva, sugerente en su caleidoscópica propuesta musical aunque lamentemos, eso sí, que en lo teatral no raye a la misma altura. La mezzosoprano Ana María Iriarte (quien, por cierto, mantuvo amistad con el propio Nin-Culmell) ha sido la directora artística encargada de seleccionar desde su Fundación a los cantantes que han dado vida a los personajes de la obra de Fernando de Rojas. En el caso de la vieja alcahueta se ha contado con una rígida Alicia Berri, quizá algo forzada en los graves y el apoyo de la resonancia del pecho. A su lado, la Melibea de Gloria Londoño fue un derroche de reserva y exquisitez y la Areusa de Carolina Barca un ejemplo de canto más que correcto y agradable. Por debajo de ellas estuvieron Alain Damas como Calisto (calante y entubado en el agudo), y José A. García-Quijada como discreto Sempronio. El Pármeno de Andrés del Pino logró comunicar con el público en sus burlescos cantables mientras que Belén Elvira y Soledad Cardoso cumplieron como Lucrecia y Areusa respectivamente. En otro orden de cosas, la Orquesta de la Comunidad de Madrid fue llevada con cierto amodorramiento por un Miquel Ortega que quizá no agotase hasta el máximo las posibilidades que una partitura de este tipo le ofrecía. Por su parte, el Coro del Teatro de la Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró, consiguió recrear con buen gusto y discreción la sonoridad renacentista que requerían sus escasas pero muy vistosas intervenciones. Para terminar, reservamos un espacio de honor a la dirección de escena de Ignacio García, que si bien no ha brillado en esta ocasión en cuanto a trabajo actoral se refiere, sí que ha sabido coordinar un equipo de excepción para imaginar y hacer realidad esta Celestina: el escenógrafo Domenico Franchi, cuyo trabajo supo ser premiado con el asombro y la felicitación de todo el público, Lluis Juste de Nin como diseñador de unos auténticamente vistosos vestuarios, y Vinicio Cheli, iluminador de una escena afectiva y sensorial. Comienza con buen pie la temporada del Teatro de la Zarzuela… y para el año que viene, si de recuperar óperas se trata, ¿qué tal el Juan José de Sorozábal que en pocos meses tentaremos en concierto…? © Enrique Mejías García 2008
20/X/2008 |