Intimismo para escribir la historia Si la creación y apertura de un teatro de ópera en una ciudad se puede considerar un acontecimiento histórico, cuando a este hecho se une la erección de un espacio arquitectónico de la belleza del edificio proyectado por Santiago Calatrava en un enclave urbanístico de la singularidad de la Ciutat de les Arts i les Ciències de Valencia, el hecho pasa a ser además un inmenso logro colectivo de la sociedad civil que promueve y materializa tan alto empeño. Quien lea el anterior aserto puede, no obstante, pensar que Valencia carece de una tradición lírica. No tal; la ciudad, cuna de Vicente Martín y Soler y capital de una comunidad autónoma con extraordinaria afición musical (en la que, por ejemplo, hay más de quinientas bandas de música), ha sido una sede operística relevante desde el siglo XVIII. Varios fueron los centros dedicados al teatro lírico en sus más variadas formas; descuellan el Teatro Principal (templo de la ópera desde 1832 hasta bien entrado el siglo XX) y los desaparecidos Teatro Ruzafa y Teatro Apolo (emblemáticos locales de exhibición de género chico o de creación de sarsuela en lengua valenciana) entre una larga serie de coliseos que tuvo o retuvo la ciudad. Además, numerosos compositores líricos españoles son de origen valenciano ( Giner, Chapí, Peydró, López Torregrosa, Lleó, Serrano, Penella, Vert, Rosillo, Magenti…); casi todos iniciaron en la capital del Turia sus carreras y algunos estrenaron obras en ella durante etapas de apogeo de sus trayectorias artísticas. Sin embargo desde hacía unas décadas el teatro lírico no gozaba de una programación regular en la ciudad si exceptuamos las versiones concertantes y semi-escenificadas celebradas en su espléndido auditorio (el Palau de la Música) levantado en los años ochenta también en el cauce seco del río. Por tanto, la reciente apertura del impresionante Palau de les Arts dentro un dinámico complejo museístico-cultural, ha permitido dotar de manera definitiva a la ciudad de una infraestructura escénica que posibilite la celebración de una temporada estable de ópera. Si la inauguración oficial –con un par de conciertos extraordinarios celebrados en octubre de 2005– supuso una declaración de intenciones de la política programativa de este teatro, ópera y zarzuela (con la que hasta se “atrevió” la pareja Alagna- Gheorghiu) deberían de ser los ejes de su discurso artístico. Y este primer curso, eso se ha materializado en una temporada con ocho producciones líricas –una de ellas de zarzuela, que a continuación pasamos a comentar– a las que hay que sumar dos óperas en concierto y un rico programa complementario de conciertos vocales y de cámara. Si bien el ratio ópera-zarzuela está claramente descompensado, no podemos dejar de felicitarnos por la inclusión del género lírico español, superando así los ridículos complejos de otros teatros de ópera españoles a este respecto. La nueva producción de la zarzuela en tres actos La bruja ha contado con la dirección escénica de Emilio Sagi y la musical de Enrique García Asensio, dos de los máximos especialistas en estas lides. El teatro no ha escatimado recursos para que el montaje alcance la brillantez que las personas elegidas hacían esperar y el resultado ha sido un espectáculo de extraordinaria belleza merecedor del máximo aplauso. Sagi se ha planteado un montaje de evocaciones que plasma elocuentemente a través de los reflejos de luz generados por un complejo juego de espejos que domina el espacio escénico durante los dos primeros actos de la obra, en coherencia con el espíritu de los mismos, con el que comulgan el libro de Ramos Carrión y la música de Chapí; en ese sentido el acto conclusivo (salido de la pluma de Aza) obliga al director asturiano a realizar un cambio drástico de planteamiento escénico que la mucho más lúdica música de esta parte de la obra se preocupa en subrayar –de hecho sitúa la acción en la boca del escenario para hacer cómplice de las divertidas vicisitudes al espectador–. García Asensio al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana (conjunto instrumental creado recientísimamente por el director musical del Palau, Lorin Maazel, para constituirse en orquesta titular de su foso) consigue sacar de los dos líricos primeros actos momentos de enorme intensidad musical, permitiendo exhibir la extensa paleta de colores plasmados en la partitura de un virtuoso Chapí orquestador. El Cor de la Generalitat Valenciana se suma con generosa y sabia entrega a su nada desdeñable tarea de soporte vocal. El broche de oro lo pone el reparto de cantantes y actores encabezado por una implicadísima Ana María Sánchez de perfecta vocalidad y extraordinaria eficacia escénica en su doble rol de bruja/Blanca (especialmente mágicas las intervenciones en “su” acto, el segundo, donde tiene que transformar a la “bestia” en “bella”) y un entregado Jorge de León en el heroico en todos los sentidos papel de Leonardo (con exhibición de facultades y de buen gusto en los grandes momentos solistas o de conjunto a los que tiene que enfrentarse). La “mácula” a sus aportaciones individuales es la falta de una “completa” compenetración en sus actuaciones conjuntas (o sea en el cuarteto del primer acto y en los dúos de los tres actos, donde sin embargo la aportación de cada uno por separado es sobresaliente). La pareja de cantantes cómicos comparte altura con la de protagonistas: Silvia Vázquez dibuja una tierna Rosalía de elegante y expresiva voz y Vicenç Esteve un simpatiquísimo Tomillo de precisa entonación y bello timbre. Las excepcionales cualidades artísticas de Trinidad Iglesias no pueden lucir como hubiera sido deseable debido a los drásticos cortes infringidos al libreto por el director de escena; hay que añadir a este respecto que la obra se resiente en el aspecto narrativo de esta decisión de Sagi, aunque parece evidente que su propósito no es el de contarnos otra historia “más” (no quiero dar crédito, por descabellado, el comentado argumento de que trabajar para un “teatro de ópera” ha condicionado su enfoque a este respecto). Sin duda se aspira aquí a transportarnos a otra dimensión (del alma), y para ello se han movilizado todas las “fuerzas vivas” del montaje: música, voz (hablada o cantada), movimientos corporales (con una coreografía de deconstrucción folclórica a cargo de Nuria Castejón), luz, vestuario y escenografía (estos tres últimos ingredientes diseñados con esmero por Eduardo Bravo y Llorenç Corbera que optan por la gradación cromática como hilo conductor visual del montaje). El resultado: un emocionante paseo interior por una obra maestra de la lírica. © Ignacio Jassa Haro 2007 La bruja.
Música de Ruperto Chapí; libro de Miguel Ramos Carrión y
Vital Aza. 4 de febrero de 2007. Reparto y equipo artístico:
La bruja - Ana María Sánchez, soprano; Rosalía - Silvia
Vázquez, soprano; Magdalena - Trinidad Iglesias, mezzosoprano; Madre
superiora - Maite Aguilera, mezzosoprano; Leonardo - Jorge de Léon,
tenor; Tomillo - Vicenç Esteve, tenor; Inquisidor - Alberto Arrabal,
bajo; Cura - Nahuel di Pierro, bajo; Inés - Diana Muñoz,
mezzosoprano; Un oficial - José Javier Viudes, tenor; Un aldeano -
José Enrique Requena, tenor; Un soldado - Fernando Piqueras,
barítono; Cuerpo de baile; Orquesta de plectro “El Micalet”
de Llíria (Miguel Gómez, director); Cor de la Generalitat
Valenciana ( Francesc Perales, director); Orquestra de la Comunitat Valenciana;
Llorenç Corbella (escenografía y vestuario); Eduardo Bravo
(iluminación); Nuria Castejón (coreografía); Emilio Sagi
(dirección de escena); Enrique García Asensio (dirección
musical) |