¡Planchados! Han pasado ya varios días desde que estuve en el Teatro de la Zarzuela y todavía conservo el impacto que me produjo el desenlace argumental de La chulapona. Los ochenta años que la obra va a cumplir próximamente y la vívida representación a la que pudimos asistir en esta enésima reposición de la conocida producción de 1988 diseñada por Gerardo Malla son los responsables principales de esa honda impresión. La chulapona sería una historia fútil e intrascendente de un Madrid que nunca existió si no contara con un inesperado epílogo dotado de un extraordinario carácter revulsivo. Pero ¿no es eso un mérito de la obra y de sus autores? ¿Por qué acabo de atribuir entonces a los años y a la puesta en escena la capacidad de conmoción de este espectáculo? Trataré de explicarlo. Si bien es cierto que en el momento del estreno la obra pudo causar impacto éste debió ser, colijo yo, de muy diferente naturaleza al que provoca hoy. Bueno, la verdad es que no me atrevo a valorar la recepción del público; puede que hubiera espectadores que experimentaran un choque como el que en nuestros días esta comedia lírica produce. Pero la intención de los autores, y acerca de esa me siento mucho más cómodo opinando, era desde luego muy otra a la que la lectura moderna parece indicar. Y es que estoy absolutamente convencido de que Romero y Fernández Shaw buscaban provocar la emoción del público a través de la ejemplar actitud de Manuela, la protagonista de la obra. Esta mujer renuncia a estar con el hombre al que ama sinceramente para emparejarse con un viejo amigo que la corteja pero al que simplemente aprecia y todo ello con el fin de dejar libre al primero de los hombres para que asuma la paternidad del hijo que va a tener con Rosario, su rival en cuestiones de amor. Manuela es una fiel amante que sabe perder a José María cuando la ley social marca por motivos biológicos un vínculo con otra mujer más fuerte que el del amor sincero por ella. Y no sólo renuncia a lo que ambos amantes sienten recíprocamente, lo cual aunque sea estúpido no es intrínsecamente malo, sino que además decide entregar su vida a una labor de esclavitud doméstica con un hombre que la ama pero a quien no ama, y esto sí que es censurable. Se propone una vida en pareja con el desmotivador horizonte de amar eternamente y en secreto a otro hombre que no es el suyo.
La puesta en escena de Gerardo Malla es muy brillante. El trabajo de actores es coherente con los importantes valores dramáticos que la obra contiene. Una interpretación tan buena redunda con lógica en un eficaz seguimiento por parte del público de los avatares de la historia que se narra. En cuanto a la escenografía si los actos primero y tercero lucen el mínimo atrezo posible realzado por una iluminación poderosa que retrata la alegría de los días en que Madrid luce un sol radiante, el noctámbulo segundo acto se vale de una mayor riqueza decorativa y de una no menos sugerente ambientación luminosa; en cualquier caso Mario Bernedo logra estampas de gran belleza plástica. El movimiento escénico es elegantísimo. Figurantes, bailarines, actores y cantantes, ataviados con no menos airosos trajes, pisan con seguridad el escenario componiendo un depurado conjunto. Las aportaciones particulares de los intérpretes pasan del brillo indudable de la mayoría de los miembros del reparto (con Milagros Martín y Carmen González a la cabeza) a la simple corrección de otros, los menos por fortuna (siendo inevitable mencionar por su importancia en el reparto la pobre presencia escénica de Ángel Rodríguez Rivero). Manolo Codeso, historia viva de nuestro teatro, con su entrañable encarnación de Don Epifanio merece una mención especial entre todos los intérpretes. El coro cantó muy bien el delicioso chotis y simplemente bien el resto de sus partes. La orquesta se volvió a encontrar con una de esas partituras por las que no siente gran aprecio aunque la profesionalidad de sus músicos garantiza la corrección de su lectura. Por cierto que la obra acaba de ser revisada y editada por el ICCMU, lo que siempre es una excelente noticia; Miguel Roa dirigió con conocimiento de causa de acuerdo a la nueva edición de la partitura. Si estos ochenta años han ayudado tanto a que la obra se cargue de valor dramático no es menos positivo el efecto que sobre la música de Federico Moreno Torroba el tiempo ha producido: la que en su momento pudo verse como una partitura nostálgica sin aportaciones a la música del momento se escucha hoy como una magistral página de música para la escena de un compositor que puso su extraordinario sentido del teatro al servicio de una brillante trama teatral. © Ignacio Jassa Haro, 2004 Reparto: |